Era la víspera del Día de la Coronación. Las calles de Londres se hallaban atestadas de capitalinos y de provincianos que estaban ansiosos de ver al nuevo Rey y a su Reina en camino hacia el palacio de Westminster.
Enrique VIII, joven apuesto, resplandecía. Iba ataviado con una capa de terciopelo carmesí bordeada de armiño, que cubría en parte su chaqueta dorada, recamada de rubíes, esmeraldas, diamantes y grandes perlas. Montaba un corcel con jaez de damasquino dorado, bajo el palio que sostenían los barones de los Cinque Ports (los Cinco Puertos que eran los mas importantes del canal de la mancha).
La reina Catalina iba en una litera, entre los palafrenes blancos. Su vestimenta era de raso blanco; su cabello "muy largo y una fiesta para los ojos", adornado con una diadema, le caída por la espalda. Esa noche la real pareja durmió en Westminster, y Enrique purificado por la gracia divina, fue consagrado como "ungido del Señor" . Terminada la ceremonia, cruzó bajo un palio purpúreo el pórtico abovedado de la abadía, y de esta manera dio comienzo uno de los reinados más revolucionarios de la historia de Inglaterra.